martes, 13 de octubre de 2009

EL DESPOTISMO ILUSTRADO

A mediados del siglo XIX los historiadores alemanes lanzaron la expresión «despotismo ilustrado» –en oposición al «despotismo de corte», a lo Luis XIV– para designar a la práctica gubernamental de varios soberanos y ministros europeos de la segunda mitad del siglo XVIII. Pero el fenómeno es complejo y varía de unos países a otros. […]
En un primer momento, el despotismo ilustrado apareció como el encuentro entre la política y la filosofía. José II declaró en 1781: «He hecho de la filosofía la legisladora de mi Imperio». Salvo raras excepciones, entre las que destaca Rousseau, los dispensadores de las Luces, que vivieron
siempre en una sociedad monárquica y que creían firmemente, como el padre Baudeau, que «es más fácil convencer a un príncipe que a una nación», no creen que el bienestar de un pueblo pueda tener otro origen que los tronos. En El despotismo de la China (1766) Quesnay llega incluso a proponer este régimen como modelo y dice que conviene al bien común «que la autoridad soberana sea única y superior a todos los individuos de la sociedad y a todas las injustas empresas que responden a intereses particulares». Nadie se opone a los monarcas, a condición de que respeten las libertades privadas y trabajen para el bien común. La táctica de los
filósofos era conquistar a los príncipes y hacer que aceptasen las reformas. En 1769, Voltaire escribió: «No se trata de hacer una revolución como la del tiempo de Lutero, sino de realizarla en el espíritu de los que están destinados a gobernar». Con esta actuación es posible que a fines de siglo se hayan evitado revueltas sanguinarias en algunos países. En Francia, sin embargo, el cese de Turgot por Luis XVI después de dos años de esfuerzos, firmó la condena de la monarquía, hasta que el desorden abrió camino a Bonaparte, que algunos consideran el más grande de los déspotas ilustrados.
Por otra parte, la mayoría de los príncipes descubrieron el valor de la propaganda y se preocuparon por controlar la naciente opinión pública, en cuyo origen hay que situar a escritores y pensadores que mantenían una voluminosa correspondencia a través de Europa. Luis XV, que
había permanecido indiferente a las alabanzas, fue muy pronto blanco de las críticas de los filósofos. Sin embargo, otros soberanos entablaron con ellos relaciones muy cordiales: Federico II llamó a Voltaire a Potsdam (1750-1753). Y Catalina II invitó a Diderot a San Petersburgo (1773-1774). En plena guerra de los Siete Años se celebraron, en la propia Francia, las victorias de Federico II sobre Francia, considerándolo como una victoria de la filosofía sobre las fuerzas oscurantistas.

Bartolomé BENNASSAR, Historia Moderna, 1980

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