En su consecuencia, siempre que cierto número de hombres se unen en sociedad enunciando cada uno de ellos al poder de ejecutar la ley natural, cediéndolo a la comunidad, entonces y solo entonces se constituye una sociedad política o civil. Este hecho se produce siempre que cierto número de hombres que vivían en el estado de naturaleza se asocian para formar un pueblo, un cuerpo político, sometido a un gobierno supremo, o cuando alguien se adhiere y se incorpora a cualquier gobierno
ya constituido. Por ese hecho autoriza a la sociedad o, lo que es lo mismo, a su poder legislativo, para hacer las leyes en su nombre según convenga al bien público o de la sociedad, y para ejecutarlas siempre que se requiera su propia asistencia (como si se tratase de decisiones propias suyas). Eso es lo que saca al hombre de un estado de naturaleza y lo coloca dentro de una sociedad civil, es decir, el hecho de establecer en este mundo un juez con autoridad para decidir todas las disputas, y reparar todos los daños que pueda sufrir un miembro cualquiera de la misma. Ese juez es el poder legislativo, o lo son los magistrados que él señale. Siempre que encontremos a cierto número de hombres, asociados entre sí, pero sin disponer de ese poder decisivo a quien apelar, podemos decir que siguen en estado de naturaleza.
Resulta, pues, evidente que la monarquía absoluta, a la que ciertas personas consideran como el único gobierno del mundo, es en realidad incompatible con la sociedad civil, y por ello no puede ni siquiera constituirse como una forma de poder civil. La finalidad de la sociedad civil es evitar y remediar los inconvenientes del estado de naturaleza, que se producen forzosamente cuando cada hombre es juez de su propio caso […]. Allí donde existen personas que no disponen de esa autoridad a quien
recurrir para que decida en el acto las diferencias que surgen entre ellas, esas personas siguen viviendo en un estado de naturaleza. Y en esa situación se encuentran, frente a frente, el rey absoluto y todos aquellos que están sometidos a su régimen.
Al partirse del supuesto de que ese príncipe absoluto reúne en sí mismo el poder legislativo y el poder ejecutivo sin participación de nadie, no existe juez ni manera de apelar a nadie capaz de decidir con justicia e imparcialidad, y con autoridad para sentenciar, o que pueda remediar o compensar cualquier atropello o daño que ese príncipe haya causado, por sí mismo, o por orden suya.
Ese hombre, lleve el título que lleve, zar, gran señor o el que sea, se encuentra en estado de naturaleza con sus súbditos como con el resto del género humano. Allí donde
existen dos hombres que carecen de una ley fija y de un juez común al que apelar en este mundo, para que decida en las disputas sobre el derecho que surjan entre ellos,
los tales hombres siguen viviendo en estado de naturaleza y bajo todos los inconvenientes del mismo.
ya constituido. Por ese hecho autoriza a la sociedad o, lo que es lo mismo, a su poder legislativo, para hacer las leyes en su nombre según convenga al bien público o de la sociedad, y para ejecutarlas siempre que se requiera su propia asistencia (como si se tratase de decisiones propias suyas). Eso es lo que saca al hombre de un estado de naturaleza y lo coloca dentro de una sociedad civil, es decir, el hecho de establecer en este mundo un juez con autoridad para decidir todas las disputas, y reparar todos los daños que pueda sufrir un miembro cualquiera de la misma. Ese juez es el poder legislativo, o lo son los magistrados que él señale. Siempre que encontremos a cierto número de hombres, asociados entre sí, pero sin disponer de ese poder decisivo a quien apelar, podemos decir que siguen en estado de naturaleza.
Resulta, pues, evidente que la monarquía absoluta, a la que ciertas personas consideran como el único gobierno del mundo, es en realidad incompatible con la sociedad civil, y por ello no puede ni siquiera constituirse como una forma de poder civil. La finalidad de la sociedad civil es evitar y remediar los inconvenientes del estado de naturaleza, que se producen forzosamente cuando cada hombre es juez de su propio caso […]. Allí donde existen personas que no disponen de esa autoridad a quien
recurrir para que decida en el acto las diferencias que surgen entre ellas, esas personas siguen viviendo en un estado de naturaleza. Y en esa situación se encuentran, frente a frente, el rey absoluto y todos aquellos que están sometidos a su régimen.
Al partirse del supuesto de que ese príncipe absoluto reúne en sí mismo el poder legislativo y el poder ejecutivo sin participación de nadie, no existe juez ni manera de apelar a nadie capaz de decidir con justicia e imparcialidad, y con autoridad para sentenciar, o que pueda remediar o compensar cualquier atropello o daño que ese príncipe haya causado, por sí mismo, o por orden suya.
Ese hombre, lleve el título que lleve, zar, gran señor o el que sea, se encuentra en estado de naturaleza con sus súbditos como con el resto del género humano. Allí donde
existen dos hombres que carecen de una ley fija y de un juez común al que apelar en este mundo, para que decida en las disputas sobre el derecho que surjan entre ellos,
los tales hombres siguen viviendo en estado de naturaleza y bajo todos los inconvenientes del mismo.
John LOCKE, Dos tratados sobre el gobierno civil, 1690
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